Como si fuera uno de sus personajes, el escritor norteamericano bebe y escribe desde que fue expulsado del colegio Thayer Academy por fumar. Ese corte abrupto en su educación institucional lo lanzó a escribir. Y la anécdota se transformó en su primer cuento Expelled, publicado en The New Republic. “John Cheever fue expulsado y gran parte de su obra trata de la imposibilidad de volver a un paraíso que jamás se conoció, pero que se intuye como posible o, por lo menos, digno de ser imaginado y puesto por escrito una y otra vez”, escribe Rodrigo Fresán, gran admirador de su obra y autor del epílogo de esta edición de Cuentos (Random House).

Desde los 20 años Cheever comenzó a publicar sus historias más celebradas para The New Yorker. En ellos retrató el desencanto de la generación llamada baby boomers que luego de la guerra se estableciera en las zonas residenciales. Historias como El nadador o El marido rural captan la esencia de los años 50 con una elocuencia que se imprime en el imaginario popular mejor que cualquier foto de la época. No es casualidad que se lo llame “El Chejov de los suburbios”, no porque se pretenda reducir su escritura a ese ámbito en particular, sino debido a la capacidad extraordinaria de Cheever para revelar la ambivalencia del hombre del siglo XX.

Es cierto es que Cheever es famoso por sus cuentos, pero sus obras de largo aliento no son menores. La novela La crónica de los Wapshot recibió el National Book Award. Y hacía el final de su vida Falconer, publicada en 1977, resultó ser un best seller.

El otro lado

No es un secreto, hay una manera de leer sus historias vinculando la ficción con su biografía. Es una tentación muy difícil de eludir el ir deambulando por las parejas siempre en crisis de sus cuentos y no buscar en las experiencias personales de Cheever un eco cercano de esa tragedia familiar que lo acompañó a lo largo de su vida. A pesar del brillo que le dio la fama, era un hombre desesperadamente solo. Pero nadie lo sabía. Como en sus cuentos, el sueño que parecía haber alcanzado al ser consagrado como escritor en su país, escondía a un hombre aislado por una homosexualidad que no terminaba de asumir, y el consumo desbordado de alcohol. Recién en 1988 salió a la luz su segunda vida, gracias a sus Cartas, que fueron publicadas en forma reciente bajo la supervisión de su hijo, y a sus Diarios. Al igual que en sus mejores cuentos, una especie de doble vida emergió sobre la fachada del sueño realizado que lo mostraba en las revistas de moda, y dejó ver a ese otro hombre desolado y frágil.

De algún modo, en sus escritos más personales, como los diarios y las cartas, es posible vislumbrar la vida interior y el proceso creativo de Cheever. También su inusual capacidad de observar la naturaleza. Lo curioso es que esa mirada también surge en sus ficciones. Hay imágenes que captan con precisión el instante en que se resquebraja el sueño perfecto de un personaje. Dicho más simple, la grieta mínima que anuncia el derrumbe de la seguridad de su vida. A pesar de esa aparente oscuridad, en esa fractura hay dolor pero nunca desesperanza. De algún modo, el escritor se las ingenia para insinuar que la pérdida del mundo conocido engendra, en verdad, las raíces de una vida más verdadera.

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John Cheever nació en Quincy, Massachusetts, en 1912, y murió en Ossining, Nueva York, en 1982. Su primer cuento, Expelled, fue publicado en el diario New Republic. Luego publicaría en Collier’s Story, Atlantic, The New Yorker, revista con la que quedaría ligada hasta el final de su vida.  Editó su primer libro, The Way Some People Live, en 1939. Relatos clásicos como El nadador o La radio monstruosa lo consagrarían como uno de los mayores cuentistas, y narradores en general, de los Estados Unidos.


Las cartas de Cheever

Las cartas de John Cheever no revelan mucho del escritor en tanto autor, pero dan cuenta de las complejidades de la persona que hubo detrás del autor de cuentos como Adiós, hermano mío.

Estas cartas, recopiladas en el libro Cartas (Random House), de reciente aparición, están dirigidas a múltiples destinatarios, desde jóvenes amantes hasta personalidades como John Updike, y cada una está comentada por Benjamin Cheever, hijo del escritor. La curaduría de Benjamin es interesante: por momentos se muestra admiración y sorpresa por haber tenido de padre nada menos que a John Cheever, pero también hay decepción e indignación. Por ejemplo: “Ya a los 70, cuando estaba escribiendo perversas y obscenas cartas de amor a más de un jovencito, seguía levantándose a las siete de la mañana para prepararle una bandeja a mi madre. En ella colocaba una magdalena inglesa, un huevo, un zumo de naranja recién exprimido y un jarrón con una rosa. Se lo llevaba a la cama, y luego intentaba acostarse con ella”.

La guía de Benjamin es omnipresente, casi no hay carta que no contenga un comentario preliminar aclarando a quién se refiere determinada sigla, a cuento de qué viene cierta broma, o hasta manifestando sorpresa por no haber sospechado que su padre era capaz de semejante acto. En ocasiones, trata de convencernos de que lo que leemos no es lo que parece. 

Cuando en una carta Cheever manifiesta deseos de evadir impuestos, Benjamin comenta: “Mi padre fue pobre muchas veces, pero rara vez fue tacaño. Debía ser el único hombre de Westchester que siempre pagaba el precio indicado en el cartel al comprar un coche”.

La correspondencia del autor de Falconer revela que tuvo apuros económicos en su juventud, que sobrevivía colocando cuentos en revistas, que era muy malo en matemáticas y que por eso no lo ascendieron de rango en el Ejército, que tenía amantes hombres y que se internó más de una vez en clínicas de rehabilitación por el abuso de alcohol. Prácticamente no se habla de literatura, muy rara vez Cheever hace algún comentario sobre el proceso creativo o el oficio del escritor, a excepción de frases como: “La ficción se parece mucho al amor, porque se pierde y se gana algo”. 

Lo que vemos, en cambio, es la manera de observar el mundo que lo rodea, filtro que más tarde se convertía en materia prima para escribir su obra. Con esta clave de lectura, podemos disfrutar de comentarios como el que escribe a su esposa durante un campamento del ejército: “Anoche los hombres estuvieron hablando, de la impresión de que casi todos se esfuerzan por seguir despiertos una hora después de que apaguen la luz para recordar la vida tan feliz que han tenido”.

Por Pablo Nardi

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